¿De dónde vienen mis expectativas?

 

 ¿Cuántos minutos, hora, días…. invertimos en el deseo de  que las cosas sean distintas a como son? ¿Cuántos  mirando atrás y añorando que todo fuera como antes, incluso cuando ese “antes” no era demasiado valorado? ¿Cuántos soñando con que suceda algo determinado? ¿Por qué anhelamos  lo que no tenemos? ¿Por qué esa huída del presente?

Lo cierto es que solemos vivir en un continuo estado de insatisfacción. Tenemos la sensación de no  estar a la altura de las expectativas. Pero… ¿expectativas de quién?  ¿Mías, ajenas o del “mundo”?

Muchos de nosotros nos definiríamos como personas que libremente hemos elegido un sistema de creencias, unos valores que guían nuestra vida y un modo de relacionarnos con nosotros  mismos y con los demás. Basta con sumergirnos levemente en nuestro interior para darnos cuenta de que no es así.

Por pura economía hemos copiado, pegado y aplicado esquemas ajenos, una especie de  kit completo que utilizamos como filtro para interpretar el mundo. Evidentemente todo sucede de manera gradual y desde nuestra más tierna infancia. Además, estas creencias, modos y expectativas proceden de las personas que más nos quieren y nos cuidan. Por ello, les concedemos una credibilidad  incuestionable. Vamos aprendiendo qué tenemos que hacer para que nos aplaudan, nos den cariño y nos admiren. Y también qué  debemos evitar. Si en algún  momento cometemos algún fallo, incumplimos alguna norma o nos salimos del dibujo al colorear, suele aparecer prestamente alguien a darle al botón de pausa, indicarnos lo incorrecto, corregirnos y recordarnos, cada vez con menos paciencia y humor, “CÓMO SE HACEN LAS COSAS”.  Sólo después de ajustarnos a lo previsto, tendremos derecho a reconocimiento o a otro beso.

Y así va pasando la vida y cada vez distinguimos mejor lo “bueno” de lo “malo”, lo que se espera de nosotros y lo que no.

Es obvio que somos seres sociales. Estamos diseñados para vivir en grupo. Es junto a los demás, cerca o a través de ellos, dónde nos desarrollamos como personas,  desplegamos nuestros matices y  logramos  metas. Pero más allá de eso, es junto a los demás y gracias al apoyo del grupo, cuando garantizamos nuestra supervivencia. Y es éste punto tan básico el que explica todo.

Queremos ser aceptados. Y estamos dispuestos a pagar cualquier precio. Incluso a renunciar a nuestra esencia.

Madame Bovary dio nombre a lo que el filósofo Gaultier denominaría “bovarismo”.  Describe  un estado de permanente insatisfacción a causa del desajuste entre las propias ilusiones y la realidad.

Si nuestras aspiraciones se hallan siempre a gran distancia de lo que tenemos, jamás alcanzaremos la serenidad. Aunque curiosamente la mayoría de las veces, lo que tenemos es el resultado de decisiones que juraríamos fueron deliberadas, sopesadas y tomadas de manera consciente y cómo no, libremente.

Entonces…Por qué me siento así? ¿Por qué no consigo desprenderme de esta sensación de que  aún me quedan cosas por hacer para  llegar al lugar donde quiero estar? O peor aún, ¿para llegar al lugar donde quiero que me vean mis padres, mis hijos, mis amigos…?

¿Por qué no consigo sentirme satisfecha/o  por lo logrado y vivido y en cambio siento frustración?

Es este un factor común de muchos pacientes en terapia. Ojalá hubiera una fórmula sencilla para compartir en este momento. No la hay, o al menos, yo no la conozco aún. Pero el sólo hecho de plantearnos si esto nos ocurre o no a nosotros, puede convertirse en un interés auténtico por el autodescubrimiento, por conocernos a nosotros mismos, por revelarnos cuáles son nuestros valores reales y cómo los estamos priorizando. Confirmar si nuestra vida está alineada con ellos. Cuáles son las expectativas que hay detrás de lo que hacemos, si son desmesuradas o minimizadas, si son propias o ajenas, útiles o no, si me acercan a la serenidad y el equilibrio o a la ansiedad y a la frustración…

Y quien sabe, a lo mejor después de conocernos un poquito mejor, hasta nos enamoramos de nosotros mismos…